Cuando en una de sus novelas Graham Greene nos muestra lo fuerte que es el factor humano en nuestra vida, esto hace pensar. Pensar en muchas cosas, y muy diversas.
Por ejemplo, cómo justamente observa Catalina en la discusión sobre el edificio nuevo, lo que le falta es el alma. Es verdad porque la casa no son las paredes – por precioso que sea el mármol del que están hechas – , sino las personas. Y mientras que las puertas se cierren en el momento menos pensado (y menos oportuno), los ascensores dejen misteriosamente de funcionar, mientras sigan arrancando nuestro periódico ¿cómo podremos todos sentirnos en nuestra casa? Yo, por ejemplo no lo veré como mi casa hasta que – al menos – dejen entrar gente que yo invito, algo muy normal, ¿no?
Y con esto tampoco pretendo sugerir que los que se hacen cargo de este nuevo edificio sean malos. No, lo que pasa, supongo, es que simplemente no hay contacto o acuerdo o sintonía. Y cuando se establezca, – y se establecerá seguro a medida que los meses vayan pasando – ya podremos afirmar que el edificio nuevo no sólo tiene cuerpo, sino alma.
Semejante será, en mi opinión, el caso de las cátedras – de las que hacemos una presentación en este número. Habrá quienes consideran que la cátedra es un cajón de madera, una construcción entre silla (significado original de cathedra en latín), mesa y tribuna para dictar conferencias J. Y hay otros que con su factor humano, con sus esfuerzos hacen de su cátedra un ser vivo. Por eso quiero aconsejar (no sustituyéndome a otros buenos consejeros sino añadiendo) a los del segundo año que por encima de todo busquen un ambiente positivo y amigable, personas no sólo serias y profesionales, como también cordiales, y naturalmente más relaciones humanas que relaciones públicas.
Sí, porque cada uno aconseja lo bueno de la experiencia que él mismo ha tenido. Cuando ingresé en la universidad claro que me maravilló el edificio principal (cómo no, y sigue maravillándome). Pero el verdadero primer encuentro con la MGU para mí fue el de personas simpáticas que para siempre han determinado positivamente la imagen de mi universidad. El primero fue el tutor de nuestro curso Andrés Shadrin, y aunque después vinieron otros encuentros: el Profesor de Historia Alejandro Orlov, el magnífico académico Borís Rybakov, la profesora de latín Tatiana Nagáitseva que me inculcó el amor a la lingüística y, claro está, nuestra primera maestra de español María Riábushkina – recordaré siempre que el primero que me recibió aquí con una sonrisa y me tendió la mano fue Don Andrés. Y el mejor modo de agradecerlo es hacer lo mismo, pero con otros jóvenes que franquean el umbral de nuestra común casa.
|