En “1001 Italia” de G. Arpino un muchacho llamado Riccio realiza un viaje a través de toda Italia, de Sicilia hasta los Alpes, conociendo a su propio país y a su gente. Yo lo he hecho al revés, desde el Norte hasta Palermo y en la misma dirección se expandía el mal tiempo que parecía perseguirme, pero que casi ninguna vez me alcanzó.
Hizo muy bueno en Turín y disfrutamos de un magnífico festival internacional Tierra Madre donde encontré también mucha gente de toda Latinoamérica, charlé con los cubanos y los peruanos me explicaron la diferencia entre llama, alpaca y vicuña.
En la provincia de Módena, patria del vinagre balsámico (entre otras cosas) no me impidió visitar una acetaia (o bodega productora de vinagre tradicional) haciendo un total de casi 40 kilómetros a pedales. Sólo algunas tímidas gotas me cayeron encima mientras volvía sano y salvo, cargado de frascos de vinagre y un botella de Lambrusco.
Una llovizna (o según dicen en América: garúa) no se atrevió a acometerme en serio cuando hacía una visita de cortesía a Florencia.
Pero sí me llevé un fabuloso chaparrón al llegar a Alguero, una ciudadita muy particular en Cerdeña, poblada desde la Edad Media por catalanes.
‘Bon dia!’ me murmuré sarcásticamente ya dispuesto a decir adiós a todos mis planes. ¡Y de milagro a la mañana siguiente brillaba el sol más espléndido de todo este viaje, mientras yo desayunaba y parlaba con unos catalanes de Gerona que también estaban muy a gusto porque decían sentirse allí como en su casa!
En la tradicionalmente solar y alegre ciudad partenopea empezó a encapotarse el cielo y pensando que en la superficie llovería seguro mi amigo y yo nos metimos en la Nápoles Subterránea, antiguas catacumbas que de un sistema de abastecimiento de agua pasaron a basurero, después a refugio antiaéreo y ahora son un museo interesantísimo. Pero mientras explorábamos las estrechas galerías por donde en tiempos solía pasar el misterioso personaje del folklore llamado monaciello (que según ocasiones o traía regalos o bien traveseaba en las casas adonde penetraba por los pozos de agua), afuera no pasó nada. De modo que volvimos a subir sin dejar de admirar un teatro romano encastrado en las viviendas de los sugestivos bassi napolitanos, hasta poderse descubrir debajo de la cama en un apartamento privado unas escaleras llevando a la orquestra acondicionada para garaje de motos (¡!)
En fin Palermo, una ciudad maravillosa que en muchos de sus rincones aún guarda la memoria de los españoles (como también de los árabes, normandos, franceses...) y donde encontré por ejemplo sobre una casa arruinada de un muy degradado centro histórico una enorme lápida conmemorativa a Carlos III y en frente, en otra pared a punto de caer, la de otro rey español que no recuerdo.
En Palermo pues, cuando la nostalgia me picaba encontré un puesto de Internet y así me transporté virtualmente a mi patria mientras una lluvia menuda batía la calzada afuera. Pero al salir sólo vi una tarde serena y la calle ya secada ¡por el sol de noviembre!
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