Como quienquiera que ejerce concientemente su oficio yo, que hago con bastante frecuencia traducciones, no puedo dejar de pensar de vez en cuando en la condición social del traductor. ¿Será acaso este un bon métier en el decir de Lucien Febvre? Haciendo un trabajo que llevó históricamente el estigma de marginal y hasta menospreciable, te puede suceder aún hoy que te encuentres con actitudes semejantes, como la del zar Pedro I que en uno de sus reglamentos militares mandaba que “cantineras, putas, dragomanes y otra canalla de esta suerte” siguiesen a la zaga del convoy. Hasta hoy en día a veces tropiezas con personas que pretenden tratarte como si se hubieran conseguido un criado de por vida. Otras veces topas con la gente acusando indicios de desconfianza o hasta repitiendo la tan famosa (cuanto superficial) broma de los italianos: o sea que hay poquísima diferencia entre traduttore (traductor) y traditore (traidor). Y – lo que más angustia te infunde – a veces no es completamente sin razón. No faltan por nuestra gran desgracia ‘traductores’ que apenas conocen el idioma ni se aplican mucho, pero no vacilan en acometer la traducción ... y traducen. Pero yo pienso sin embargo que sólo puede ser emblemático para una profesión el caso – que afortunadamente también se encuentra aún – de quien la hace en serio y con vocación. Y como vocación – ¡nunca lo olvidemos! – ésta es una de las más nobles: hacer que las personas se comprendan. Hasta afirmaría que fue también de ellos que se dijo: Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios (Mateo, 5,9).
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